Cuando fui detenido en México por la Policía Federal de Seguridad, a la que por puro azar se le hicieron sospechosos algunos movimientos nuestros, a pesar de que los hacíamos con el máximo de cuidado para evitar el zarpazo de la mano asesina de Batista —como hizo Machado en México cuando el 10 de enero de 1929 sus agentes asesinaron a Julio Antonio Mella en la capital de ese país—, aquella pensó que se trataba de una de las organizaciones de contrabandistas que actuaban ilegalmente en la frontera de ese país pobre en sus intercambios comerciales con la poderosa potencia vecina, industrializada y rica.
No existía prácticamente en México el problema de la droga que se desató más tarde de forma abrumadora con su enorme carga de daños no sólo en ese país, sino también en el resto del continente.
Los países de Centro y Suramérica invierten incontables energías en la lucha contra la invasión del cultivo de la hoja de coca, dedicada a la producción de cocaína, una sustancia que se obtiene a través de componentes químicos muy agresivos y resulta tan dañina a la salud y a la mente humana.
Los gobiernos revolucionarios como los de la República Bolivariana de Venezuela y Bolivia se esfuerzan especialmente para frenar su avance, como lo hizo oportunamente Cuba.